A orillas del Tiberiades (este lugar será nuestro centro de operaciones los días 2 y 3 del viaje)
La primera noche en el hotel The Scots (www.scotshotels.co.il), una inmensa delicia, sobre todo por ese impresionante atardecer a orillas del lago. Desde el jardín la vista resulta excepcional: el gran lago, los altos del Golán, pequeñas barcas de regreso a los embarcaderos... Me quedé bien sentado en un confortable banco de madera hasta entrada la noche. Después, muchos “bajamos” al pequeño malecón para tomar unos refrescos y empaparnos del ambiente nocturno de uno de los atractivos turísticos de Israel. Allí, en la
zona de “marcha”, un coqueto mercadillo y, sobre todo, muchas jóvenes familias judías y musulmanas. Sin rozarse. Sin mirarse. Me prometí madrugar para no perderme el amanecer. Igual de hermoso. Antes de partir, mi cuaderno de notas tiene escrito que entonces vimos los primeros soldados —haciendo auto stop— y varios vehículos blancos de Naciones Unidas. Un breve recorrido en bus —en esta zona, todo lo “importante” está muy cerquita— hasta Cafarnaún. Ahí, y en sus alrededores, transcurrió casi toda la vida pública
de Jesús.
El pequeño poblado evangélico está a orillas del lago. Aún se puede comprobar que las casas eran estrechas, con paredes de basalto, ajustadas con barro y pequeñas piedras. La techumbre —cuentan los libros— era de ramaje, con barro o tierra apelmazada. Era fácil abrir un hueco en el techo (Mc 2, 4). El patio servía para usos comunes. El pavimento, de tierra pisada o empedrado, explica que pudiera perderse una moneda (Lc 15, 8-10).
Eran hogares plurifamiliares, patriarcales o de vecinos. Pedro convivía con su suegra y su hermano Andrés, a los que se unió Jesús. Para proteger las ruinas de la casa de Pedro y celebrar la Eucaristía cerca del lugar (la
sinagoga) donde Jesús pronunció el discurso del “pan de vida”, en 1990 se alzó —tiene forma de barca— el Memorial de San Pedro. La iglesia, custodiada por unas monjitas, está construida sobre un antiguo templo de planta octogonal con tres octógonos perimétricos.
Sólo son las nueve de la mañana y ya hace calor. Se agradece el aire acondicionado del bus. Son unos pocos minutos, porque nos separa poco más de un kilómetro de Tabgha. Sorpresa, quizá porque uno siempre había escenificado en su imaginación ese milagro en una gran ladera. Pero no, fue a orillas del lago. En este paraje, en el subsuelo del lago había muchos minerales, lo que explica que fuera una de las mejores zonas para pescar.
Por allí echarían más de una vez las redes Pedro, Santiago... Desde el siglo I, los cristianos peregrinan hasta este lugar. Se ha conservado la piedra sobre la que, según la tradición, Jesús partió los panes y los peces. Hace unos años, los benedictinos compraron el terreno para construir una iglesia sobre la primitiva. En las excavaciones se encontraron los iconos con los dibujos de la primera iglesia, construida hace mil ochocientos años.
Visitamos el lugar sin agobios. Tierra Santa en agosto tiene esta ventaja añadida: el calor hace que muchas peregrinaciones se realicen a partir de setiembre. Justo antes de partir, nos encontramos con un grupo italiano. Ellos viajan con la compañía de autobúses Nazarene Express y nosotros con Génesis. Es un detalle tonto, pero llama la atención porque es de las pocas cosas “explotadas” comercialmente.
En Tabgha, apenas a quinientos metros, se ubican dos hechos esenciales. Ahí está la iglesia del Primado, custodiada por dos franciscanos. Un lugar sencillo y precioso también a orillas del mar. La humildad de la iglesia contrasta con su importancia: estamos donde tuvo lugar la última aparición de Jesús resucitado y también aquí Pedro repitió ese estremecedor “Jesús, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. El Maestro
fundó aquí la Iglesia: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”. Bajo el pavimento se han hallado platos, como recuerdo del lugar que Jesús comió pan y peces con sus discípulos (Jn 21, 9-13). La piedra sobre la que Jesús cortó los peces se venera desde el principio. En un cuadro en el lateral de la pequeña iglesia aparecen los nombres de todos los sucesores de Pedro. Aún no figuraba el de Benedicto XVI.
Y de ahí, sin dilación, al Monte de las Bienaventuranzas.
Una subida de apenas quince minutos en autobús. Ofrece una visión maravillosa del lago y de los lugares que acabamos de visitar. En 1937 —confiado a monjas franciscanas (ahora cuatro)— se erigió el Memorial de las Bienaventuranzas. Los científicos señalaron que justo donde estamos era donde se reunían las mejores condiciones acústicas para que alguien se dirigiera a una multitud. Después de un breve paseo por los jardines, vivimos una impactante —imposible no imaginar la pesca milagrosa, la tempestad o el caminar de Pedro sobre estas mismas aguas— hora en barcaza hasta Tiberiades, donde comemos, por supuesto, el “pez de san Pedro”: carnoso, aunque con muchas espinas. Y antes de llegar al momento clave de la tarde, una parada en el río Jordán. (Cuando regrese a estas tierras, intentaré pasar de largo, porque “lo” del Jordán se resume en —cómo lo diría—, en una gran tienda con artículos típicos por la que pasas sí o sí al salir. Además, el lugar del bautismo de Jesús se ubica a muchos kilómetros de aquí, en Jordania....
En todo viaje hay paradas obligadas. En fin, que de ahí al autobús, rumbo al sur de Galilea, al monte Tabor. El bus aparca en las faldas del monte, a las afueras de un pueblecito musulmán. Te deja ahí porque no puede subir por una carretera llevamos varias diseñadas (entre 1925 y 1935) por la misma persona: el arquitecto
italiano Antonio Barlucci. “Suyas” son también la de Getsemaní y la de las Bienaventuranzas.
Viaje de regreso a Tiberiades. El día anterior llegamos al hotel pasadas las siete y nos quedamos sin piscina porque ya se había ido el socorrista, así que hoy unos cuantos empinada, llena de curvas y muy estrecha. Así que todos abajo, en una explanada en la que sólo hay una tienda con recuerdos y refrescos.
En cuanto pisamos tierra, sale un tendero al grito de Telefonini para los bambinis. Tanto matrimonio sin hijo, pensó, seguro que quiere llamar... Los últimos kilómetros de ascensión al Tabor se recorren en taxis. Son siete largos Mercedes blancos —qué buena publicidad para la marca, porque ya aguantan esos motores...— en los que subimos de siete en siete. Y lo hacemos a todo trapo.
Mama mia. Si en el Tour de Francia hubiera esas curvas... El conductor, musulmán, feliz, en su salsa. Incluso en algún momento conduce a una mano para sacar la otra por la ventanilla y señalar un pueblo perdido en el horizonte y gritar vino, vino. El pueblo era Caná. El Tabor está custodiado por cinco franciscanos. El
largo rato que pasamos allí ejemplifica Tierra Santa: coincidimos tres grupos. Uno atendía al guía, otro entonaba cánticos y el tercero, el nuestro, asistía a Misa.