A continuación comienza el relato del periodista Miguel Ángel Jimeno de su viaje a Tierra Santa el año pasado. Lo he enviado completo a las direcciones de correo en un documento pdf
Rumbo a Tel Aviv...
“Seguridad viaje ida: pues tampoco es para tanto”. Eso pensé y apunté en Barajas. Un
poco más de la normal. Eso sí, con la “novedad” de una breve entrevista acerca de los
motivos del viaje, sobre quién te ha hecho la maleta y similares. Peor se lleva la espera,sobre todo si el viajero va con un numeroso grupo, como era el caso. Cuarenta y ocho personas nos apuntamos a la peregrinación organizada por las Apymas de los colegios El Redín y Miravalles, de Pamplona. El grupo “funcionó” a las mil maravillas. Quizá porque todos íbamos en mayor o menor medida a lo que íbamos: a rezar.
Y apostaría a que todos, en esas primeras horas, pensamos lo mismo al ver, subir y tomar asiento en el avión de El Al que nos cayó en suerte: “Será todo lo seguro que quieras, pero nos ha tocado el abuelo de la aviación israelí”. Por eso el contraste —la palabra se podrá aplicar a casi todo lo que veremos en los próximos días— fue tremendo al aterrizar en Tel Aviv cuatro horas después. El aeropuerto Ben Gurión es amplio, limpio, luminoso,moderno. La sorpresa aún pudo ser mayor porque, maletas en mano, la bienvenida resultó espectacular. Pero los cientos de pequeños scouts con banderitas y pancartas que nos rodeaban no nos esperaban a nosotros.
Tampoco a alguna estrella del rock o del deporte. Estaban ahí, cantando sin parar, para recibir a otros scouts. Entre tanto barullo, casi sin darnos cuenta apareció el “peregrino” número 49: Ricardo. Nuestro guía. Resultó ser argentino, pronto intuimos que judío, y con vivencias y oficios en otros países. Instalado desde hace unos cuantos años en Tel Aviv, ahora es ciudadano de Israel y guía profesional. Cada mes atiende a dos grupos de turistas o de peregrinos.
Está casado, tiene tres hijos y anduvo muy sobrado de labia, de tablas, de contactos y de saber bíblico. Él nos iba a mostrar las maravillas de una tierra que todos menos Raquel pisábamos por primera vez. Él y —ya somos los 50— el “chófer” del bus. Ajed —había que tirarle de la lengua para que se abriera un poco—
resultó ser empresario, porque el autobús era suyo, tenía otro... También está casado y tiene cuatro hijos pequeños. Y, otro contraste, es musulmán. A los únicos judíos y musulmanes que oí hablar en todo el viaje fue a ellos. Tras los saludos y presentaciones, lo primero que nos comunicó Ricardo fue un cambio de planes: nuestra primera noche en Tierra Santa sería en Jerusalén porque todos los hoteles de Tel Aviv estaban repletos. El Gobierno había instalado en ellos a decenas y decenas de colonos desalojados de Gaza.
Primer encuentro —habrá más— con la “actualidad”. Así que, al autobús. Apenas cuarenta minutos de trayecto, pero sobraron muchos para darse cuenta de que ya estabas ahí. Y de que eras un privilegiado. Bastaba con hacerse una sencilla pregunta —compatible con no perder detalle del paisaje— para centrarse: en dos milenios, ¿cuántos años ha podido un cristiano peregrinar a los lugares santos? En esos pensamientos andaba cuando, micrófono en mano, Ricardo dijo “Muchachos, miren lo que tienen delante, por favor”.
En pleno atarceder impacta esa primera imagen de Jerusalén. Una belleza vestida
toda de una gama que va del blanco al ocre claro. Miles de pequeñas casas construidas
en piedra o recubiertas de piedra diseminadas por decenas de pequeñas colinas. En
verdad, un paisaje de ensueño adornado con numerosas cúpulas y minaretes verdes que
brotan de las mezquitas. Y el descubrimiento de las primeras personas, que, como un niño pequeño, miras y remiras sin disimulo. Los primeros musulmanes, los primeros judíos ortodoxos. Y...